En las plazas hay un vacío de artesanos vendiendo sus productos y el hueco deja sentir una atmósfera densa cargada de miedo por recorrer el entorno. Las bancas extrañan el sudor de todos los amores postrados en los innumerables besos de los cuales han sido testigos.
Ya no hay quien alimente a las palomas o dé las sobras al perrito callejero. Extraño hasta al pedigüeño vendiendo pulseras, a mis paisanos de Chiapas cargando sus blusas. Los jóvenes artistas urbanos han dejado sus pregones envueltos en el alma, apretados por el deseo de salir y sonar fuerte; así también los danzantes, los ciclistas, los paseantes, los de las marquesitas y los elotes, los trabajadores, los tenderos…
Sólo algunos salen cubriendo sus bocas sofocados por el aire caliente del entorno combinado por su aliento temiendo la presencia del enemigo invisible en sus cuerpos.
La conminación al encierro ya es demasiado prolongada para ser tomada en serio. Se extraña el abrazo, el “fajecito”, el beso apasionado; el sólo dar la mano y así sentir la energía de un amigo. El roce de los cuerpos sin temor, el empujón en el colectivo, el arrimarse en el camión, el “hacer bola” en las juntas o reuniones familiares, o los mítines…